miércoles, 16 de marzo de 2011

Pócimas y conjuros

Cuando era pibe, Carlitos tuvo un sano coqueteo grupal con la noche, el misterio, el silencio y la inmensidad. Un par de viernes el grupo (mixto) cambió el boliche por una excursión de algunas horas a la quinta abandonada de los Álvarez.
Uno de esos viernes de junio la sensación térmica bajó más de lo pensado, orillando los cero grados. A uno se le había ocurrido llevar vino, cosa rara para la edad promedio del grupo y para una época donde el vino no tenía onda. A otro se le ocurrió, dado el tintinear general de dientes, calentarlo brevemente.
La pócima esa vez funcionó plenamente, pero Carlitos nunca más volvió a tomar vino caliente.
Primero, porque pasaron muchos años antes de que el vino se ganase a sus círculos de confianza; segundo, porque cuando eso sucedió la bebida llegó con la prohibición social de calentarse; tercero,
por no desafiar a sus recuerdos…
            un vaso de acero tibio en su contexto, en su tiempo, en su situación…
            en sus acurrucarse…
            en el roce de un suéter que prometía una piel aún más suave y                                     cálida…
por no evocar el suéter…
lana de alpaca…
     (con “a”, con la boca abierta, generosa, adolescente,           arrebatada)
blanca…
                             (como los pechos de)
Marta. 

2 comentarios:

  1. ¿Vino caliente? ¿Y se sabe si tiene algún efecto especial el vino caliente? ¿O marea igual que el que está a temperatura ambiente?

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  2. Querida Tere, qué bueno tenerla de vuelta por acá. Dicen los expertos que el efecto alcohólico es menor porque con el calor el alcohol se evapora con más facilidad, pero lo cierto es que esa noche a Carlitos le pegó bastante.

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