miércoles, 3 de agosto de 2011

De cómo el Moncho Zapata se volvió vegetariano o de los riesgos de la incredulidad

La fuerza del Moncho era casi legendaria, ya lo sabemos. Sin embargo, siempre hay incrédulos. La incredulidad esta vez, debilidad de la edad, había hecho mella en dos jóvenes muchachos.
Nos encontramos en un asado bastante multitudinario. El Moncho departe con unos niños sobre la velocidad de la liebre y la persistencia de la tortuga. Mientras tanto, a unos metros, una ronda de hombres acumula anécdotas sobre la fuerza del Moncho. El par de muchachos, nuevos en la ronda, duda.
En su duda preparan el desafío que devendrá fatal: El fuego del asado está por prenderse. Entonces disponen en un pozo dos brasas miserables de pino, le tiran encima unos troncos ya quemados y arriba colocan unos maderos de quebracho. En total, una pila de más de medio metro de alto sin leña fina que colabore. Van a buscar la ayuda del Moncho “para reavivar el fuego” (si era cosa de necesidad el Moncho acudía al pie, si se trataba de una apuesta ya no, por mera desconfianza).
El Moncho nota la impericia en el armado de la pila pero, como era de no meterse en asado ajeno, se dispone a hacer lo posible. Se acomoda a medio metro de la pila, abre las patas en arco, inclina el pecho hacia delante, agarra con las dos manos la tapa de hierro de medio metro de diámetro y empieza a abanicar.
La fragua humana es furiosa, a los pocos segundos se empiezan a notar unos puntos rojos en lo hondo, al medio minuto todo el bajo de la pila es rojo incandescente y al minuto y pico todo es una sola brasa ardiente.
Hasta ahí el Moncho no ha parado nunca de abanicar hacia abajo y hacia delante, y prácticamente no se ha escapado una llama. En ese momento, él empieza a recular y avisa al resto. Sigue abanicando, incluso hasta más fuerte, mira el fuego y se aleja hasta un metro y medio o más. El resto de los presentes también retrocede, conocedores del paño y obedientes al consejo del Moncho, salvo los dos muchachos.
Estos, atrapados por su propia incredulidad, siguen a menos de un metro del fuego. El Moncho no los ve, interrumpe el abanicar, se tira al suelo para atrás, justo a tiempo para que apenas se le chamusquen las pestañas, y mira con ojos orgullosos como se despliega una llamarada digna de película de Hollywood.
Dicen que los muchachos prácticamente se esfumaron por el aire, que el Moncho advirtió primero los ojos extasiados del resto de los concurrentes, que luego se detuvo en la tristeza de esos mismos ojos, que pasó de entender a no entender a entender y así finalmente cayó en la cuenta.
Dicen que, a pesar de que la policía, los comensales y el pueblo lo excusaron de cualquier culpa y cargo, al Moncho le quedó para siempre un remordimiento y un cambio en sus hábitos alimenticios.
Lo raro del caso es que de este par de muchachos sólo se conocieron ese desafío y ese misterioso hacerse humo, nadie supo quiénes eran, quién los invitó, por dónde vinieron. Años después, con las consecuencias a la vista, Alfredo postuló que eran los ángeles del colesterol bueno.

2 comentarios:

  1. ¿Los ángeles del colesterol bueno?? ¡Por favor! Eran enviados del mismísimo diablo. Seres que se habían arrastrado desde las tinieblas y se esfumaron al darse cuenta de que el Moncho era alguien con quien mejor no meterse.

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  2. ¿Y sí los ángeles del colesterol bueno fuesen ángeles caídos? Ah.

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