viernes, 22 de julio de 2011

De la proporción y la seriedad en los insultos

Cuando el Moncho ganó el juicio (lo chocó una EcoSport, la paró con la mano derecha, se quebró un par de dedos y la muñeca, tuvo que demostrar judicialmente que ahora tenía poca movilidad en los dedos, que en sus trabajos campestres la destreza manual importaba y que, a pesar del tamaño de sus falanges, antes del accidente tenía la habilidad de un orfebre para los detalles) se compró la camioneta de sus sueños: una Chevrolet ’68 celeste (restaurada). Aprendió a manejar (tardó tres meses pero no aflojó en el empeño) y se atrevió a unas largas vacaciones recorriendo todos los puntos turísticos que se debía (que eran todos los que de oídas conocía).
Fueron vacaciones tranquilas con la excepción de un pequeño incidente en Punta del Este. Si bien se había aprendido el respeto de los uruguayos por las rotondas, se distrajo y se adelantó un poco apresuradamente cuando otro auto acababa de tomar la entrada anterior a la suya. Pasó bien, pero el otro se le arrimó de atrás, le echó un fino por el costado y le mandó una puteada.
El Moncho prolijamente dio la vuelta por la rotonda y lo siguió. Se le cruzó adelante y lo paró. Esperó a que se bajara y le dirigió un breve y respetuoso parlamento que no podemos más que contarle con nuestras palabras:
-Estuve mal, fue un error y lo admito. Pasé demasiado justo, Ud. quizá se vio obligado a frenar sin quererlo. Ahora bien, es un error para el cual una puteada es una respuesta desproporcionada, tal vez un bocinazo era pertinente, tal vez. En general, el hombre que putea en una oportunidad como esta es alguien que está esperando a putear al prójimo porque tiene ganas. Un pobre tipo que se excusa en el tráfico para exponer sus miserias, para exponer su vocación no asumida de vigilante -¿habría escuchado a Dolina?-. Eso en general. En general Ud. me daría lástima y yo seguiría mi camino. El problema es en particular. Porque Ud. en particular me puteó a mí y ahora no me queda otra que recagarlo a trompadas.
El Moncho no insultaba, en su bondad, eficacia y timidez para la palabra, si tenía que responder un insulto lo hacía a las trompadas. 

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